martes, 22 de febrero de 2011

Debería ser Stalingrado una lección que nunca olvidásemos


El río Volga en invierno es  un grueso espejo helado. Un acierto de líquido elemento hecho sólido, bajo helado ambiente, en cuyo grosor se aventuran un puñado de niños entre risas y picaresca. Son ajenos, al menos hasta que sean plenamente conscientes de lo que aquí se produjo.
Volgogrado es una de las grandes ciudades meridionales de la enorme Rusia. A las puertas del Cáucaso, su fabril silueta no evidencia la enorme desgracia que los pilares de muchas de sus remozadas plazuelas presenciaron hace más de cincuenta años. Fue en verano de 1942. Las tropas alemanas descansaban del fiasco moscovita. Reemprendieron la marcha, alargaron los subministras, caminaron hacia el desastre. En el horizonte Stalingrado, la ciudad consagrada al dictador georgiano, de quien hablaremos seguro.
Stalingrado fue la obsesión de Hitler. Adolfo se empecinó en su ruina y posterior conquista. Lo tocó con los dedos. En octubre, tres meses después de iniciar la conquista de las enormes tundras precaucásicas, acarició el sueño. No quiso dejarlo escapar. Escapó a la razón, la lógica dejó de dictar sus movimientos sobre el mapa de Ratesburg. Cuando los rusos ejercieron la pinza le negó toda suerte al mítico VI ejército. El golpe humano, moral, material, ... fue infinito. A mi juicio decisivo. Todo lo que le llegaron  a partir de entonces a Hitler fueron malas noticias. Normandía, las Ardenas, Montecasino, incluso Kursk. Todo fue consecuencia de Stalingrado, el lugar que vio la pesadilla más atroz de la historia moderna. El lugar de cuyas cenizas tendríamos que saber todos, ahora que el tema de la memoria está tan en boga.
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Conjeturas entorno al futuro de la academia de cine. Pq una industria tan paupérrima sigue teniendo tal seguimiento mediático.
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Dicen q la prima de riesgo sube y al tiempo se venden bonos cuales churros. Aquí alguien se está forrando 

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